En la Biblioteca de Queens, en Corona, un grupo de 16 madres inmigrantes se sientan alrededor de mesas ovaladas. Cada una tiene un trozo de tela en la mano, donde, con destreza precisa, lo pinchan con una aguja, pasan el hilo y tiran de la aguja para anudarlo bien. Están agregando color a las alas de unas mariposas.
El grupo, Las Comadres Bordadoras, se reúne todos los lunes al mediodía para coser servilletas, como se les llama a las telas tradicionales mexicanas que se utilizan para envolver tortillas. Allí ofrecen un espacio seguro en el que las madres pueden hablar de temas como la familia, la migración y la salud mental. Las integrantes dicen que su objetivo es apoyar la experiencia inmigrante de las madres entrelazando las artesanías con sus historias únicas de migración.
El grupo se creó por necesidad, explica su fundadora, Flavianna Linares, de 45 años. Durante el punto álgido de la pandemia, recuerda que su barrio de Elmhurst, que cuenta con una de las mayores poblaciones de personas nacidas en el extranjero en la ciudad de Nueva York, se vio sustituida por un silencio ensordecedor, salvo por las ambulancias que recorrían la avenida Roosevelt en dirección al hospital de Elmhurst. Cada vez que oía una sirena era señal de una nueva víctima del coronavirus, recuerda.
Perdió su trabajo de 3 años como limpiadora de casas cuando la ciudad entró en confinamiento, lo que además de suponer una carga económica la obligó a quedarse en casa por miedo a contraer el coronavirus. Recuerda que se mantenía ocupada: preparaba el desayuno para su marido y sus dos hijos, realizaba las tareas domésticas y ordenaba la casa. El resto del día lo dedicaba a ver las noticias y a ver cómo estaban sus familiares en México. La repetición la llenaba de ansiedad.
Sin embargo, en mayo de 2021, su abuela, Abelina, vino a su mente. El recuerdo la llevó a un momento de sus 7 años, cuando vivía en su provincia de San Pedro, en el estado de Puebla. Vio a su abuela y a su tía sentadas en la cocina, mientras la comida se cocinaba en ollas y sartenes. El olor de los frijoles salteados y condimentos llenaba la casa, cuenta.
Estaban preparando el almuerzo para los miembros de la familia que trabajaban en el campo. Pero lo que más le llamó la atención de aquel recuerdo, subraya, fue que su tía y su abuela estaban ocupadas tejiendo servilletas. Esas servilletas eran básicas en México, y casi todo el mundo, incluida ella a esa temprana edad, aprendían el oficio.
Linares tejió cada vez menos a lo largo de los años, ya que tenía que centrarse en la escuela y el trabajo. Cuando emigró a Estados Unidos hace 20 años, el oficio se vio eclipsado por la necesidad de cubrir sus gastos en Nueva York y las responsabilidades asociadas a la maternidad ocuparon la mayor parte de su tiempo. Pero aquella mañana de primavera, cuando la ciudad aún se recuperaba de la pandemia, formó la idea de crear el grupo para que las madres inmigrantes pudieran compartir los problemas de la casa, como hacían su tía y su abuela.
“Llamé a mis amigas más cercanas que viven en la zona y les dije vamos a juntarnos y vamos a tejer”, explica Linares. Recuerda que su amiga Gaby se mostró escéptica porque en su país, Uruguay, nunca aprendió a tejer. Al final se convenció y empezaron a reunirse en sus casas una vez a la semana.
Cultura, migración y espacio seguro
Linares dice que no puede estar quieta. Le gusta estar activa, reír y entablar conversación. “¿Cómo te encuentras? ¿Qué has hecho durante la semana? ¿Qué hay de nuevo? Cuéntanos un chiste”, recuerda Linares que preguntó al grupo durante las primeras reuniones, cuando sólo estaban ella y tres de sus amigas. Se acuerda de esas conversaciones que todas habían reprimido sus emociones durante la pandemia.
Gaby Paiero, que forma parte del grupo desde hace más de un año, afirma que la pandemia le causó ansiedad. No pudo compartirlo con su familia para no preocuparles. Conocía a Linares por haber sido voluntaria en organizaciones locales en el pasado.
Lo que más le atrajo, dice, fue que todas son capaces de identificarse como mujeres y como madres y luego utilizar esas experiencias para ayudarse. “Alguien me decía: ‘Me pasa esto, me siento así’, y otra se lanzaba a aportar soluciones”, cuenta.
María Verónica “Marve” Romero Hernández, de 50 años, también lleva más de un año en el grupo. Creció en México y reside en Estados Unidos desde 2007, cuando se instaló en Nueva York. Dice que su experiencia al llegar fue un choque cultural.
“Dejé la casa de mi madre, muy espaciosa, y aquí estaba viviendo en un pequeño apartamento compartido”, dice Romero Hernández, explicando que el nuevo país, el idioma y las luchas de las oportunidades limitadas para inmigrantes a menudo la hacían llorar.
Romero Hernández dice que antes no conocía ninguna organización que pudiera ayudarla y se sentía sola. “Tardé años en poder compartir mis problemas y sentirme cómoda pidiendo ayuda”.
Dice que ahora quiere utilizar su experiencia de 20 años como inmigrante en Nueva York para empoderar a otras madres mientras se adaptan aquí. “Los espacios públicos también son nuestros, tenemos que utilizarlos y no sentir vergüenza de hablar o mostrar nuestra cultura”, afirma.
Algunas de las madres entrevistadas por Documented acaban de llegar a Nueva York, mientras que otras llevan décadas viviendo aquí.
“Ahora mismo estamos cosiendo una mariposa, y las mariposas son símbolos de mensajeros”, dice María Vega. Llegó de Ecuador en febrero de este año y dice que no ha podido encontrar trabajo. Conoció el grupo cuando visitaba la biblioteca y le llamaron la atención. “En vez de quedarme sola en casa, vengo aquí a hablar con ellas, compartimos nuestras historias y aprendo de sus consejos. También ayuda a nuestra salud mental”.
Las Comadres Bordadoras han aumentado a más de 24 miembros en el último año. Linares dijo que están buscando un nuevo lugar donde puedan acoger a más miembros, ya que su estancia en la biblioteca de Queens expiró a principios de junio.